Era viernes por la tarde, un momento maravilloso de la semana. Mamá me
llevó a la tienda de chuches después de recogerme de la escuela y me
permitió comprar arroz inflado con sabor a barbacoa, palomitas
azucaradas, un huevo Kinder de chocolate blanco, palitos blandos de
coco… Al final de estas tardes sobraba de todo, porque entre las dos no
podíamos comer tanto.
La fiesta no se acababa aquí, después del festín mamá y yo jugábamos a
interpretar papeles de personajes de cuento; mamá se quejaba riendo de
que siempre me cogía el papel protagonista, aunque ella a veces también
lo quería y las dos acabábamos representando una función con dos
caperucitas.
Mamá conducía por nuestra calle pulverizada por los baches, llegamos a casa y con el motor en marcha me dijo:
—Hija, sube a casa que ahora vengo. Échame una mano y entra las bolsas.
—¿Por qué no vienes conmigo?
—Solo empieza a subir ¿vale? —mamá crispó los dedos sobre el volante
hasta que se le pusieron blancos— No voy a tardar cariño. —suspiró y me
dio un beso en la frente.
No valía la pena discutir con ella, a veces me habría gustado entender
mejor a los adultos, pero ese día no me importó porque nos íbamos a
disfrazar de protagonistas de La casita de chocolate.
Abrí la puerta de la casa con la llave que llevaba colgada del cuello.
Subí con rapidez las escaleras del primer piso que llevaban al
dormitorio de mamá. Registré los cajones y saqué colorete de color rojo
coral, papel pinocho marrón, suficiente para caracterizarnos de los
hermanos pobres abandonados por sus progenitores, y esperé sentada en el
borde de la cama de mamá.
Pasó un rato, el suficiente para recordar que no había bajado la basura a
la calle, la única obligación en la que mamá no transigía y sentí una
pereza inmensa. Pensé que podría esconderla en el armario empotrado de
la limpieza, ubicado en la cocina, donde mamá guardaba la escoba y la
fregona.
La bolsa de basura blanca salió del cubo alto con dificultad, tiré del
cordón de plástico del autocierre. Pesaba mucho, tanto como para caer a
plomo en el fondo del armario emitiendo un plof desparramado; cuando me
giré para salir me percaté que la puerta del armario se había cerrado
veladamente; esta se abría solo por fuera. Vivíamos en una casa vieja
construída en unos tiempos en que no se tenía demasiado en cuenta la
seguridad de sus moradores. Mamá me había enseñado a usar una silla de
cocina, como tope para no quedarme encerrada y había insistido mucho,
pero cuando no me veía prescindía de esta y mantenía la puerta abierta
con el pie, claro que nunca había entrado dentro una bolsa de basura tan
pesada como aquella, ni había escondido nada que me hubiera hecho
olvidar las medidas de seguridad.
Permanecí serena, sabía que mamá no tardaría en llegar, me senté a
esperar sentada en el suelo. Dentro del habitáculo empotrado no estaban
ni el cubo ni la fregona, solo la bolsa de basura blanca y yo.
Pronto vería el familiar rostro delgado y pecoso, con el hoyuelo entre
el labio inferior y la barbilla que yo también había heredado,
asomándose sorprendido; tal vez me reprendería más asustada que yo, para
después tomar serias medidas para que no volviera a pasar.
Con esta escena en la mente, me quedé dormida. Al despertar me sentí
confusa; mi primer pensamiento fue que estaba en mi dormitorio. Después
recordé. Afiné el oído para captar el más mínimo sonido, pero no se oía
nada. Lo que si sentí, fue una leve peste, entre dulzona y acuosa, que
provenía de la bolsa de basura. Además la bolsa parecía haber aumentado de tamaño desde la última vez que la había mirado. El labio inferior me tembló, pero tenía
fe en mamá. Me tape la nariz haciendo pinza, respiré por la boca.
Poco después mi estómago protestó de hambre.
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