lunes, 3 de junio de 2013

Crudo

Era viernes por la tarde, un momento maravilloso de la semana. Mamá me llevó a la tienda de chuches después de recogerme de la escuela y me permitió comprar arroz inflado con sabor a barbacoa, palomitas azucaradas, un huevo Kinder de chocolate blanco, palitos blandos de coco… Al final de estas tardes sobraba de todo, porque entre las dos no podíamos comer tanto.


La fiesta no se acababa aquí, después del festín mamá y yo jugábamos a interpretar papeles de personajes de cuento; mamá se quejaba riendo de que siempre me cogía el papel protagonista, aunque ella a veces también lo quería y las dos acabábamos representando una función con dos caperucitas.
Mamá conducía por nuestra calle pulverizada por los baches, llegamos a casa y con el motor en marcha me dijo:
—Hija, sube a casa que ahora vengo. Échame una mano y entra las bolsas.
—¿Por qué no vienes conmigo?
—Solo empieza a subir ¿vale? —mamá crispó los dedos sobre el volante hasta que se le pusieron blancos— No voy a tardar cariño. —suspiró y me dio un beso en la frente.
No valía la pena discutir con ella, a veces me habría gustado entender mejor a los adultos, pero ese día no me importó porque nos íbamos a disfrazar de protagonistas de La casita de chocolate.
Abrí la puerta de la casa con la llave que llevaba colgada del cuello. Subí con rapidez las escaleras del primer piso que llevaban al dormitorio de mamá. Registré los cajones y saqué colorete de color rojo coral, papel pinocho marrón, suficiente para caracterizarnos de los hermanos pobres abandonados por sus progenitores, y esperé sentada en el borde de la cama de mamá.
Pasó un rato, el suficiente para recordar que no había bajado la basura a la calle, la única obligación en la que mamá no transigía y sentí una pereza inmensa. Pensé que podría esconderla en el armario empotrado de la limpieza, ubicado en la cocina, donde mamá guardaba la escoba y la fregona.


La bolsa de basura blanca salió del cubo alto con dificultad, tiré del cordón de plástico del autocierre. Pesaba mucho, tanto como para caer a plomo en el fondo del armario emitiendo un plof desparramado; cuando me giré para salir me percaté que la puerta del armario se había cerrado veladamente; esta se abría solo por fuera. Vivíamos en una casa vieja construída en unos tiempos en que no se tenía demasiado en cuenta la seguridad de sus moradores.  Mamá me había enseñado a usar una silla de cocina, como tope para no quedarme encerrada y había insistido mucho, pero cuando no me veía prescindía de esta y mantenía la puerta abierta con el pie, claro que nunca había entrado dentro una bolsa de basura tan pesada como aquella, ni había escondido nada que me hubiera hecho olvidar las medidas de seguridad.
Permanecí serena, sabía que mamá no tardaría en llegar, me senté a esperar sentada en el suelo. Dentro del habitáculo empotrado no estaban ni el cubo ni la fregona, solo la bolsa de basura blanca y yo.
Pronto vería el familiar rostro delgado y pecoso, con el hoyuelo entre el labio inferior y la barbilla que yo también había heredado, asomándose sorprendido; tal vez me reprendería más asustada que yo, para después tomar serias medidas para que no volviera a pasar.
Con esta escena en la mente, me quedé dormida. Al despertar me sentí confusa; mi primer pensamiento fue que estaba en mi dormitorio. Después recordé. Afiné el oído para captar el más mínimo sonido, pero no se oía nada. Lo que si sentí, fue una leve peste, entre dulzona y acuosa, que provenía de la bolsa de basura. Además la bolsa parecía haber aumentado de tamaño desde la última vez que la había mirado. El labio inferior me tembló, pero tenía fe en mamá. Me tape la nariz haciendo pinza, respiré por la boca.
Poco después mi estómago protestó de hambre.

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