viernes, 25 de octubre de 2013

En Père-Lachaise

Existen muchas formas de cogerle el tono a una ciudad. A muchos les gusta ir de tiendas, conocer monumentos, visitar sus museos. Yo me inclino por visitar los cementerios.
El cementerio de Père-Lachaise, en París,  se cita siempre en las guías de viaje y hay muchas celebridades enterradas allí (María Callas, Oscar Wilde, Jim Morrison…)
Cuando lo visité era muy tarde, faltaban pocos minutos para que el vigilante acabara su jornada laboral. Me dejó pasar, pero no sin cierto reparo.
Deambulé entre sus calles oscuras sintiendo tal decadencia que me pareció pasear por el decorado de una película de terror de los años treinta. Con eso no digo que no me gustara; al contrario.
La mente se me llenó de secretos enterrados, imaginados en cada lápida medio abandonada por el tiempo o por el fallecimiento de los que la limpiaban.


¿La muerte nos une a todos? No. Incluso más allá de la vida sigue habiendo clases sociales: los monumentos funerarios de los ricos extinguidos competían en desventaja con los austeros ángeles de las lápidas de los pobres (ladeadas y medio arrancadas del suelo como si los muertos fueran a volver a la vida). Diría incluso, que las estatuas de mármol de los ricos parecían más afligidas que los ángeles de los menos acaudalados.
Hice todas las fotos que pude, lo más silenciosamente que fui capaz (y que me permitió el escandaloso flash y el silencio “de tumba”, que hacía que el fluir de una hoja seca por la tierra  tronara como la mayor de las tormentas). Cada vez que se disparaba el flash me estremecía temiendo que el vigilante, a estas alturas quizás muy muy molesto, me requisara la cámara o me diera voces.
Cuando acabé el recorrido, el vigilante me dijo algo, con tono irritado, que no puedo reproducir, ni bien ni mal, porque no domino el francés, pero que no me alteró excesivamente, porque, al final, solo sentía alegría de no haberme quedado encerrada en ese cementerio como huésped eterno.


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