Durante las primeras semanas, ni siquiera tuvo fuerzas para mirarse, así que se vio horrorosa, sin más, en aquel y en todos los demás. Hasta que se aburrió de sentirse vieja, fea, gorda, y de comprarse cada día, al volver del trabajo, dos bolsas de patatas fritas para zampárselas con una botella gigante de Coca-Cola mientras veía telefilmes espantosos tirada en el sofá. Sólo después empezó a abrir cajas, a colgar su ropa en el armario, a llenar de libros las estanterías, hasta que una tarde, le cogió el teléfono a su amiga más leal, la que no se había estado acostando con su marido durante más de dos años mientras lo ponía a parir a la menor ocasión, chica, yo no sé cómo lo aguantas, yo que tú me separaba pero ya, porque arrastrar una historia fracasada, vivir en una mentira, qué necesidad tienes tú, con lo que vales, déjale, hazme caso... A veces pensaba que la perfecta hipocresía de aquella campaña feroz e incesante era lo que más le dolía. Otras veces le dolía más, simplemente, que él la hubiera dejado por una mujer así. Lo más frecuente era que ni siquiera pudiera decidir qué le dolía más, pero en cualquier caso, cuando se sintió con fuerzas para hablar, se refugió en la única mejor amiga que le quedaba y, tras largas semanas de conversaciones nocturnas, una tarde volvió a arreglarse para salir a cenar. Entonces sucedió.
Había comprado aquel armario sin pensar, porque en el piso de alquiler al que se había mudado no había ninguno, porque se ajustaba a las medidas de la única pared del dormitorio donde podía colocarlo, porque era muy alto y necesitaba espacio, nada más. Cuando lo abrió para escoger un pantalón y un jersey del único color que entonaba con su espíritu, no esperaba sorpresas. Con muchos menos motivos se había vestido de negro muchas veces, y estaba segura de que su aspecto no la sorprendería. Se equivocó. A despecho de las toneladas de patatas fritas y los envases familiares de refresco azucarado en los que se había basado su alimentación de los últimos meses, el espejo empotrado en la puerta central de aquel armario le devolvió una imagen tan extraordinariamente estilizada de sí misma que apenas logró reconocerse en ella. No puede ser, se dijo, no puede ser, mientras estudiaba aquella imagen alargada y ajena, las piernas tan largas, tan frágiles como las de una Virgen de El Greco, el vientre liso, esas caderas escurridas que no podían ser suyas, y que sin embargo mostraban dos manos que se posaban en ellas cuando ella misma enviaba sus propias manos a tocar sus propias caderas. No puede ser, insistió, y sin embargo era. Después de perder diez minutos intentando descubrir el truco, la trampa benévola de aquel espejo al que no logró despistar ni confundir por un momento, se resignó al esplendor de su propio aspecto y salió a la calle.
¿Cómo me ves?, le preguntó a su amiga como si le disparara con una pistola, antes incluso de besarla. Ella le contestó que bien, muy guapa. ¿Pero tú dirías que he adelgazado? A lo mejor, fue la respuesta, desde luego no has engordado... En aquel punto se detuvo. Tampoco se atrevió a contarle la verdad, porque temió que su amiga pensara que se había vuelto loca. Y sin embargo habló, habló mucho, se lo contó todo, y lloró un poco al principio, pero todavía se rió más al final, cuando el solitario ocupante de la mesa de al lado le envió al camarero con una botella de champán después de pasar toda la cena mirándola. ¡Qué horror, qué hortera!, le dijo a su amiga, pero le sentó bien, mejor de lo que habría llegado a suponer, aunque se limitó a darle las gracias con un gesto de la cabeza antes de marcharse.
Llegó a casa muy tarde, pero volvió a pasar un buen rato delante del espejo del armario, mirándose de frente, de perfil, sentada, de pie, quieta y en movimiento, antes de acostarse. Durmió de un tirón, y por la mañana repitió la operación desnuda, hasta concluir que su aspecto no habría decepcionado a su admirador de la noche anterior. Pero tuvo que ir al baño, lavarse la cara, los dientes, ponerse crema hidratante, y la imagen que contempló sobre el lavabo le gustó mucho menos. ¡Qué raro!, se dijo, ¿y en este por qué estoy tan fea? Era un espejo más pequeño y perfectamente cuadrado, pero cuando tenía la respuesta en la punta de la lengua decidió que no quería saber nada. Por eso, nada más llegar a la oficina, descolgó el teléfono, pidió que la pusieran con la sección de muebles y le explicó al dependiente exactamente lo que quería, un espejo de la misma calidad y las mismas proporciones que el del armario que había comprado unos meses antes. Y el que tiene, le preguntó él, ¿quiere que se lo retiremos? Pues sí, por favor, porque está roto...
Al salir del trabajó, entró en una ferretería y compró un martillo.
Cuando llegó a casa, lo estrelló contra el espejo del baño y sonrió.
Ficha del cuento
Título: Espejito, espejito...
Autora: Almudena Grandes
Publicado en: la columna "Escalera Interior" de El País Semanal
Fecha: Domingo 2012 (¿en el mes de febrero?)
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