1) Tenía un sitio preferido en el supermercado al que iba a hacer la compra semanal. Pasaba mucho rato por el pasillo de productos de belleza cuando tenía la moral por los suelos, concretamente por la estantería de tintes
De forma metódica cogía una caja de tinte miraba la imagen de la modelo con el pelo teñido y se imaginaba como le sentaría a ella. En su ensoñación la imagen tenía autonomía y se despegaba de la caja y le decía “te quedará bien”
o por el contrario “no te lo compres”.
El tinte Shangrilá que cubría las canas de un hermoso cobrizo intenso siempre le daba su aprobación.
Concha, que cuando se miraba en el espejo veía mucha carne de más en su cuerpo antes tan flaco, sabía que su fuerza residía en el pelo. Tenía treinta y uno; sin tinte aparentaba muchos más;
con Shangrilá parecería una estudiante universitaria de primer año.
Había un problema: no podía permitirse comprarlo. Y esa prohibición intrínseca le hacía desear con más ganas poseer Shangrilá. Casi sin darse cuenta, se veía escondiendo la caja bajo el abrigo.
Pero le horrorizaba imaginar las consecuencias como que le quitaran la custodia de Isabelita. Se sentía confundida. Deseaba que ese deseo irrefrenable se extinguiera por sí solo. Lo tenía al alcance de la mano y, sin embargo, tan lejos.
2) Shangrilá... Shangri-lá. La tierra de felicidad eterna lejos del mundo exterior.
Para el mundo estoy en paro y sin dinero ahorrado. Me tiembla la mano, pero lo voy a hacer. ¡No! Robar es pecado ante los ojos de Dios. Tengo que volver a la Iglesia. El domingo que viene voy a... ¡Bah! ¿De qué me servirá? Pero aunque lleve muchas capas de ropa, sospecharán. Van a ver el bulto bajo el abrigo y me dirán que pase a esa salita a donde llevan los ladrones. Además pitará. ¿Y si quito la pegatina?
Va a pitar igual, la máquina detecta tanto la presencia como la ausencia de pegatina.
¡Ay qué vergüenza! Lo voy a hacer...¡qué miedo! Ya lo tengo. Le quito la pegatina. Ando tan deprisa como puedo. Noto en la boca el sabor de la sal y el metal, me he mordido los labios. Me pillaran, me pillaran. No, no. La cajera me mira raro, tiene los labios pálidos. Me pregunta...¿qué me ha preguntado? ¡Dios, ayúdame! Me araño la cara, voy a llorar...Oh, ya comprendo lo que me dice. No, no tengo tarjeta.
Sí pagaré en efectivo. Sus ojos...los ojos de la cajera son vidriosos, parece estar soñando.
He conseguido llegar a la calle. Voy a girarme. La cajera me ha seguido con la vista, sabe lo que he hecho y no va a decir nada. Lloro, lloro de alegría; es lo más bonito que han hecho nunca por mí.
Se han usado dos técnicas: en la primera el psicorrelato y en la segunda el monólogo interior narrado.
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