jueves, 27 de diciembre de 2012

Duelo de estatuas humanas en la Rambla

Campanilla se plantó y pensó: “Milo ha conseguido que la calle sea un ring”. Nunca respondía a las provocaciones de Milo, pero esta vez era distinta: ¿Qué le pasaba? Pues bueno... Se lo iba a contar. El último año había vendido algodón de azúcar en una feria ambulante.

Ahora trabajaba de estatua humana, Campanilla Luminosa; con peluca rubia y vestido verde.


 Este tenía que ser su trabajo definitivo, si le hubiera dejado. ¿Por qué cuando alguien del público le iba a echar una moneda,  Milo el Fantasma Encapuchado saltaba de su pedestal y aullaba como un alma enloquecida, mientras daba pequeños saltitos que pretendían ser terroríficos? ¿Por qué después lograba que la moneda fuera a la caja de Milo y no a la suya?


 Sabía la respuesta; porque al público le gustaba lo oscuro maquillado de rosa. Este tenía que ser su último trabajo. Por eso ya no iría más de Campanilla Luminosa. Se había maquillado los ojos con toneladas de rímel, llevaba unas alas negras rotas, un vestido oscuro corto y unas medias con carreras. Podía dar la bienvenida a Campanilla Maldita.


 Se le iban a pasar las ganas de hacer competencia sucia. Su varita mágica acababa en una punta roma, al contrario de la afilada lengua que iba a gastar de ahora en adelante; que se fuera haciendo a la idea.
Fantasma Encapuchado frunció el entrecejo. Ella le daba mal rollo; seguro que estaba gafada. Habría ganado más pasta lejos de Campanilla, pero había preferido hacerle compañía durante todos esos días calurosos y desagradables. Era un artista, no un capullo interesado en ganar dinero. ¿Cómo iba él a saber que el público preferiría su personaje? Cuando actuaba de Fantasma Encapuchado delante de ella lo hacía para ayudarla, para que se fijaran en ella y en su ridícula caracterización. De otro modo, nadie la hubiera mirado.
Campanilla le dijo que hiciera el favor de largarse con viento fresco.
Arpía, insultó él.
Estás pirado,  afirmó ella.
Él pensó que tenía ganas de volver a fumar.

Ella deseó dejar la dieta y comer un buen pedazo de aquella tarta de queso que tanto engordaba.

Una mujer con un abrigo rojo se plantó ante ellos y tiró una moneda a cada uno. Campanilla movió la varita. Fantasma movió las cadenas.
Luego ambos quedaron inmóviles; como quieta y muda había sido su disputa. Sólo real en el mundo de la mente de las estatuas batidas en duelo.


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