Zaruiá no se encuentra en ningún mapa de este
planeta.
Nadie te dice dónde está o cómo llegar allí, porque cada Zaruiá es distinto. Para unos es una herida profunda
en la mejilla que dejará cicatriz de por vida, resultado de un accidente en una
tarde de juegos en un olivar; para otros puede ser un puñado de
cacahuetes comidos por un alérgico a los frutos secos,
a la salida
de un examen aprobado con nota.
Mi Zaruiá es el aire venenoso de la
soledad que respiro cuando sueño con mi trabajo ideal. Me gustan los
batidos y quiero dedicarme profesionalmente a prepararlos en un bar
donde solo se venda esta clase de bebida. A mi marido no le parece
bien. Dice que estaré majareta si cambio mi trabajo en la agencia de
viajes por ir a servir copas. No puedo siquiera hablar del tema
porque me contesta impaciente o colérico. Así que sirvo estas
bebidas en mi mente: batidos de absenta,
de maría, de regaliz. Hasta
tengo en mi imaginación un delantal bordado con mis iniciales en
gris perla.
Supongo que si viviera mil vidas, conocería mil
zaruiás. Y si hubiera recordado todas las veces que hubiera
venido al mundo, puede que hubiera adquirido la sabiduría de ayudar
a otros como yo para que trazasen su propio mapa, no para
saber cómo llegar, sino para encontrar la salida.
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